Hace unos días volví a mirar el álbum de fotos de mis primeros meses de vida, y allí estaban las imágenes de mi madre ya en el duro repecho cuando se aproximaba a sus últimos suspiros...
Luego de tantos años, volví a llorar como cuando era un niño.
Ahora, no sólo mi madre se ha ido, sino que todos los que allí estaban con vida han partido hacia el destino que nos es común...
Mi padre, mis abuelos, mis tíos y tantos más que me han brindado su amor y yo, sin olvidos, procuro mantenerlos con vida con mi recuerdo y mis oraciones.
Los nombro permanentemente, dialogo con ellos, sin interferir en la serena placidez de esas parcelas que en el cielo, cultivan y custodian esperando a quienes todavía nos mantienen esta maravilla de la vida...
Yo no le pongo un techo a mi alma, ni permito que ninguna plancha insensata le impida un volar hacia las distancias donde residen los resplandores, no lo hice nunca, y mucho menos ahora que con la carga de los años que no me pesan, he aprendido a desatarme de toda amarra que me impida levantar vuelo sin confundirme, al enfrentar sin miedo a todo y a todos los que intenten frenar mi caminar hacia el destino por el que tanto he luchado con la seguridad de conquistarlo...
Vivir en ese signo y con ese sesgo, oxigena mi alma, refuerza mi determinación, y me afirma en la sencillez de un vivir amando, comprendiendo, perdonando como siempre me han perdonado, incluso en el largo tiempo aquel en el que el bloqueo se imponía, pero la luz de la Verdad no se llegó a apagar en mi universo en sombras, lección que aprendí, que sufrí en las aulas a cielo abierto de las intemperies donde desde el dolor y los sacrificios me forjé...
Ahora me cuesta más llorar, pero gracias a Dios, me quedan reservas de llanto para que el amor bañe mis ojos... Y eso que soy duro como el diamante, pero se ve que él también llora.
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